martes, 13 de septiembre de 2011

El amor de Dios.


«DIOS ES AMOR»; por lo tanto su actitud personal única hacia los asuntos del universo es siempre una reacción de afecto divino. El Padre nos ama lo suficiente para otorgarnos su vida. «Hace salir su sol sobre malos y buenos, y hace llover sobre justos e injustos».
Es erróneo pensar de Dios que sea engatusado a amar a sus hijos por los sacrificios de sus Hijos o la intercesión de sus criaturas subordinadas, «porque el Padre mismo os ama». En respuesta a este afecto paterno Dios envía a los maravillosos Ajustadores para que habiten la mente de los hombres. El amor de Dios es universal; «Todo el que quiera puede acercarse». Él querría «que todos los hombres se salvaran al llegar a la posesión del conocimiento de la verdad». «No desea que ninguno perezca».
Los Creadores son los primeros que intentan salvar al hombre de los desastrosos resultados de su tonta transgresión de las leyes divinas. El amor de Dios es por naturaleza un afecto paternal; por consiguiente a veces «nos disciplina por nuestro propio bien, para que podamos ser partícipes de su santidad». Incluso durante vuestras pruebas más duras, recordad que «en todas nuestras aflicciones él se aflige con nosotros».
Dios es divinamente generoso con los pecadores. Cuando los rebeldes retornan a la rectitud, se los recibe misericordiosamente, «porque nuestro Dios perdonará abundantemente». «Yo soy aquél que borra vuestras transgresiones por mi propio bien, y no recordaré vuestros pecados». «He aquí el gran amor que el Padre nos dona para que se nos llame hijos de Dios».
Después de todo, la mayor prueba de la bondad de Dios y la razón suprema para amarle es el don del Padre que mora en ti: el Ajustador que tan pacientemente aguarda la hora en que ambos os volváis eternamente uno. Aunque no puedes encontrar a Dios mediante la búsqueda, si te sometes a la dirección del espíritu residente, serás guiado infaliblemente, paso a paso, vida tras vida, universo tras universo, y edad tras edad, hasta encontrarte finalmente en la presencia de la personalidad del Padre Universal del Paraíso.
¡Cuán irrazonable es que no adoréis a Dios, porque las limitaciones de la naturaleza humana y los impedimentos de vuestra creación material no os permiten verle! Entre vosotros y Dios hay una gran distancia (espacio físico) que debe ser atravesada. También hay una enorme diferencia espiritual que salvar; pero a pesar de todo lo que física y espiritualmente os separa de la presencia personal y paradisiaca de Dios, deteneos y ponderad el hecho solemne de que Dios vive dentro de vosotros; que él, a su manera ya ha salvado tal diferencia. Ha enviado de sí mismo, su espíritu, para que viva en vosotros y bregue con vosotros en pos de vuestra carrera universal eterna.
Me parece fácil y agradable adorar a quien es tan grande y al mismo tiempo tan afectuosamente dedicado al ministerio de elevar a sus criaturas humildes. Amo naturalmente a quien es tan poderoso en la creación y en su control, y sin embargo tan perfecto en la bondad y tan fiel en la amante benevolencia que constantemente nos envuelve. Pienso que amaría a Dios del mismo modo si no fuera tan grande y poderoso, puesto que es tan bueno y misericordioso. Todos nosotros amamos al Padre más por su naturaleza que en reconocimiento de sus asombrosos atributos.
Cuando observo a los Hijos Creadores y sus administradores subordinados luchando tan valientemente con las múltiples dificultades del tiempo inherentes a la evolución de los universos del espacio, descubro que abrigo por esos gobernantes menores de los universos un afecto grande y profundo. Después de todo, pienso que todos nosotros, incluso los mortales de los dominios locales, amamos al Padre Universal y a todos los demás seres, divinos o humanos, porque discernimos que estas personalidades nos aman sinceramente. La experiencia de amar es en buena parte una respuesta directa a la experiencia de ser amado. Sabiendo que Dios me ama, debo seguir amándole por sobre todas las cosas, aunque él se despojara de todos sus atributos de supremacía, ultimidad y absolutez.
El amor del Padre está con nosotros ahora y a través del círculo sin fin de las edades eternas. Al ponderar sobre la naturaleza amante de Dios, sólo hay una reacción razonable y natural de la personalidad: amar cada vez más a vuestro Hacedor; otorgar a Dios un afecto análogo al de un niño para con su padre terrenal; porque como un padre, un verdadero padre, un padre sincero, ama a sus hijos, así ama el Padre Universal y por siempre procura el bienestar de sus hijos e hijas creados.
Pero el amor de Dios es un afecto paterno inteligente y previsor. El amor divino funciona en asociación unificada con la divina sabiduría y con todas las otras características infinitas de la naturaleza perfecta del Padre Universal. Dios es amor, pero el amor no es Dios. La mayor manifestación del amor divino para con los seres mortales es la dádiva de los Ajustadores del Pensamiento, pero vuestra mayor revelación del amor del Padre se ve en la vida de otorgamiento de su Hijo Micael que vivió en la tierra el ideal de la vida espiritual. Es el Ajustador residente quien individualiza el amor de Dios para cada alma humana.
A veces casi me angustia verme obligado a describir el afecto divino del Padre celestial por sus hijos universales mediante el empleo del símbolo verbal humano amor. Este término, si bien connota el concepto más elevado de las relaciones mortales de respeto y devoción del hombre, ¡frecuentemente define tantas relaciones humanas completamente innobles e inmerecedoras de ser expresadas por una palabra que se usa también para indicar el afecto incomparable del Dios viviente por sus criaturas universales! ¡Qué pena que yo no pueda hacer uso de un término excelso y exclusivo que transmita a la mente del hombre la verdadera naturaleza y el significado exquisitamente bello del afecto divino del Padre del Paraíso!
Cuando el hombre pierde de vista el amor de un Dios personal, el reino de Dios se convierte meramente en el reino del bien. Pese a la unidad infinita de la naturaleza divina, el amor es la característica dominante de todas las relaciones personales de Dios con sus criaturas.